lunes, 27 de septiembre de 2010

Calificaciones 1er periodo 5010

Las calificaciones del 1er periodo de la materia de Análisis de textos literarios del grupo 5010 (matutino) son las siguientes.

jueves, 23 de septiembre de 2010

Charles Bukowski - La venganza de los malditos

 
En aquella pensión de mala muerte los ronquidos, como siempre, eran escandalosos. Tom no podía dormir. Debía de haber 60 camas y todas ellas ocupadas. Los borrachos eran los que más alto roncaban, y la mayoría de los allí reunidos estaban borrachos. Tom se incorporó y observó la luz de la luna que entraba por las ventanas y caía sobre los hombres dormidos. Lió un cigarrillo, lo encendió. Volvió a mirar a los hombres otra vez. Vaya un puñado de tipos horribles inútiles y jodidos. ¿Jodidos? Ésos no jodían nada. Las mujeres no los querían. Nadie los quería. No valían ni un poco, ja, ja, ja. Y él era uno de ésos. Sacó la botella de debajo de la almohada y dio un último trago. Aquella última cosa siempre era triste. Hizo rodar el casco vacío debajo de la cama y observó otra vez a aquellos hombres que roncaban. Ni siquiera valía la pena tirarles una bomba encima.
            Tom miró a su amigo Max, que estaba en el catre contiguo. Max estaba allí tumbado con los ojos abiertos. ¿Estaría muerto?
-¡Eh, Max!
-¿Hmmm?
-No duermes.
-No puedo. ¿Te has dado cuenta? Hay muchos que roncan rítmicamente. ¿Por qué será?
-No lo sé, Max. Hay un montón de cosas que no sé.
-Yo tampoco, Tom. Supongo que soy un poco tonto.
-¿Lo supones? Si supieras que eres tonto, no lo serías.
Max se sentó en el borde de su catre.
-Tom, ¿Crees que alguna vez saldremos de este jaleo?
-Sólo de una forma…
-¿Sí?
-Sí…, fiambres.
Max lió un cigarrillo, lo encendió.
Max se sentía mal, siempre se sentía mal cuando pensaba en cosas. Lo que había que hacer era no pensar, desconectar.
-Oye, Max- Oyó decir a Tom.
-¿Sí?
-He estado pensando…
-Pensar no es bueno…
-Pero esto no puedo dejar de pensarlo.
-¿Te queda algo de beber?
-No. Lo siento. Pero escuchar…
-Mierda, ¡No quiero escuchar!
Max volvió a tumbarse en su catre. Hablar no servía para nada. Era una pérdida de tiempo.
-Te lo voy a decir de todas formas, Max.
-Está bien, joder, venga…
-¿Ves todos esos tipos? Hay un montón, ¿no? Vagabundos por todas partes.
-Ya, los veo hasta en la sopa…
-Por eso, Max, no hago más que pensar cómo podríamos hacer para utilizar esa mano de obra. Es que se está desaprovechando.
-Nadie quiere a esos vagabundos. ¿Qué puedes hacer tú con ellos?
Tom se sintió ligeramente entusiasmado.
-El hecho de que nadie quiera a esos tipos nos da ventaja.
-¿Tu crees?
-Claro. Mira, en las cárceles no lo quieren porque tendrían que darles alojamiento y comida. Y esos vagabundos no tienen ni un sitio adonde ir ni nada que perder.
-¿Y qué?
-He estado pensando mucho por las noches. Por ejemplo, si pudiéramos juntarlos a todos, como ganado, podríamos hacer que arrasaran ciertas cosas. Dominar temporalmente algunas situaciones…
-Estás loco- dijo Max.
Pero se incorporó en su cama.
-Sigue…
Tom se rió.
-Bueno, quizás esté loco, pero no puedo dejar de pensar en esa mano de obra desperdiciada. He estado tumbado aquí durante muchas noches soñando con las cosas que podrían hacerse con ella…
Ahora fue Max quién rió.
-¡Cómo qué, por el amor de Dios!
Nadie se inmutó por aquella conversación. Los ronquidos continuaban a su alrededor.
-Bueno, he estado dándole vueltas a la cabeza. Sí, tal vez sea una locura, pero…
-¿Qué?- preguntó Max.
-No te rías. Quizá el vino me haya destruido el cerebro.
-Intentaré no reírme.
Tom dio una calada a su cigarrillo, luego soltó el humo.
-Bueno, mira, yo tengo esta imagen de todos los vagabundos que podamos encontrar, bajando a pie por Broadway, aquí mismo en Los Ángeles, miles de ellos juntos, andando codo a codo…
-Bueno, ¿y…?
-Bueno, son un montón de tipos. Como una especie de venganza de los malditos. Un desfile de desechos. Es Casi como una película. Puedo ver las cámaras, las luces, el director. La Marcha de loa Fracasados. ¡La Resurrección de los Muertos! ¡Increíbles, hombre, increíble!
-Creo- respondió Max- que deberías dejar el oporto y volver al moscatel.
-¿De veras?
-Sí. Vale. Así que tenemos a todos esos vagabundos atravesando Broadway, digamos que al mediodía, ¿y después, qué?
-Bueno, los dirigimos hacia los almacenes más grandes y mejores de la cuidad…
-¿te refieres a Bowarms?
-Sí, Max. Bowarms tiene de todo: los mejores vinos, la ropa más elegante, relojes, radios, televisores; tu pide, que ellos lo tienen…
Justo entonces un viejo que estaba unos catres más allá se incorporó, abrió los ojos como platos y gritó: <<¡DIOS ES UNA NEGRA LESBIANA DE 180 KILOS!>>
Luego se desmoronó en su catre.
-¿Lo llevamos?- preguntó Max.
-Claro. Es uno de los mejores. ¿Qué cárcel lo querría?
-Vale, entramos a Bowards, y entonces, ¿qué?
-Imagínatelo. Será entrar y salir. Seremos demasiados como para que el servicio de seguridad pueda controlar el asunto. Imagínatelo: entras y coges. Cualquier cosa que se te antoje. Quizá hasta acariciarle el cuerpo a una dependienta. Cualquier parte de ese sueño que ya no tenemos, entras y lo coges, cualquier cosa, y después nos vamos.
-Tom, puede que vuelen muchas cabezas. No va a ser un picnic en el país de las maravillas…
-No, ¡pero tampoco lo es esta vida que llevamos! Esta forma de consentir que nos entierren, para siempre, sin protestar siquiera…
-Tom, chico, creo que no está bien lo que dices. Pero ¿cómo vamos a hacer para organizar este asunto?
-Bien, primero fijamos una fecha y una hora. Entonces, ¿conocemos a una docena de tipos que puedas reclutar?
-Creo que sí.
-Yo también conozco alrededor de una docena.
-Supón que alguien le da el soplo a los polis.
-No es probable. De todas formas, ¿qué podemos perder?
-Es verdad.


Era mediodía.
            Tom y Max iban a la cabeza de todo este grupo. Iban bajando por Broadway, en Los Ángeles. Había más de 50 vagabundos andando alrededor detrás de Tom y Max. Cincuenta vagabundos o más pestañeando asombrados, tambaleándose, no muy seguros de lo que estaba sucediendo. Los ciudadanos corrientes que iban por la calle estaban atónitos. Paraban, se hacían a un lado y observaban. Algunos estaban asustados, otros se reían. A otros les parecía una broma o la filmación de una película. El maquillaje era perfecto: los actores parecían vagabundos. Pero ¿dónde estaban las cámaras?
            Tom y Max dirigían la marcha.
-Oye, Max, yo se lo dije solamente a 8. ¿A cuántos avisaste tú?
-A 9, quizás.
-Me pregunto qué demonios habrá pasado.
-Se lo habrán dicho unos a otros…
            Seguían marchando. Era como un sueño enloquecido que no podía detenerse. En la esquina de la Séptima Avenida el semáforo se puso rojo. Tom y Max se pararon y los vagabundos se apiñaron detrás de ellos, esperando. El olor a ropa interior y calcetines sucios, a alcohol y mal aliento, se extendió por el aire. El dirigible de Goodyear volaba en inútiles círculos por encima de sus cabezas. La contaminación, de un gris azulado, se posaba en la calle.
            Entonces el semáforo se puso verde. Tom y Max siguieron andando. Los vagabundos los siguieron.
-Aunque fui yo quien imaginó esto- dijo Tom-, no puedo creer que esté pasando de verdad.
-Pués está pasando- dijo Max.
Había unos vagabundos detrás de ellos que algunos aún estaban cruzando la calle cuando el semáforo volvió a ponerse rojo.
Pero siguieron cruzando, deteniendo el tráfico, algunos abrazados a sus botellas de vino o bebiendo de ellas. Iban marchando juntos pero no había ninguna canción para aquella marcha. Sólo el silencio, a no ser por el ruido del arrastre de zapatos viejos sobre el pavimento. Sólo de vez en cuando hablaba alguien.
-Eh, ¿adónde coño vamos?
-¡Dame un trago de eso!
-¡Vete al diablo!
El sol pegaba fuerte.
-¿Tú crees que debemos continuar con esto?- preguntó Max.
-Me sentiría bastante mal si ahora nos volviéramos- afirmó Tom.
Entonces llegaron frente a Bowarms.
Tom y Max se detuvieron un momento.
Después empujaron juntos las impresionantes puertas de cristal. El montón de vagabundos entró tas ellos en una fila larga y deshilachada. Avanzaban por los elegantes pasillos. Los dependientes los miraban sin comprender del todo.
El departamento de Caballeros estaba en la primera planta.
-Ahora- dijo Tom- tenemos que dar ejemplo.
-Sí- dijo Max vacilante.
-Huy, huy, huy…
Los vagabundos se habían parado y los miraban. Tom dudó un instante, luego se dirigió a un colgador de abrigos, descolgó el primero, un modelo de cuero amarillo con cuello de piel. Tiró al suelo su abrigo viejo y se deslizó dentro del nuevo. Un dependiente, un hmobrecillo pulcro con bigote bien cuidado, se acercó.
-¿Qué desea señor?
-Me gusta éste y me lo quedo. Cárguelo a mi cuenta.
-¿American Express, señor?
-No, China Express.
-Y yo me llevo ésta- dijo Max, metiéndose dentro de una cazadora de piel de lagarto con bolsillos laterales y una capucha bordeada de piel contra las inclemencias del tiempo.
Tom cogió un sombrero de la estantería, un modelo de cosaco, un poco ridículo, pero con cierto encanto.
-Éste le va bien a mi color de piel; me lo llevo.
Aquello puso a los vagabundos en marcha. Avanzaron y comenzaron a ponerse abrigos y sombreros, bufandas, gabardinas, botas, jerséis, guantes, diferentes accesorios.
-¿Al contado o a plazos, señor?- preguntó una voz asustada.
-Cóbraselo a mi trasero, gilipollas.
O en otro mostrador:
-Creo que ésa es su talla, señor.
-¿Lo puedo cambiar dentro de los primeros 14 días si no estoy conforme?
-Claro, señor.
-Pero puede que dentro de 14 días usted esté muerto.
            Entonces comenzó a sonar una alarma general. Alguien se había dado cuando de que la tienda estaba siendo invadida. Los clientes, que habían estado observando con desconfianza, se apartaron.
            Llegaron tres hombres corriendo, vestidos con unos trajes grises de muy mal corte. Eran hombres voluminosos pero tenían más grasa que músculos. Se abalanzaron sobre los vagabundos para echarles de la tienda. Sólo que había demasiados vagabundos. Y desaparecieron entre aquella muchedumbre. Pero mientras peleaban, maldiciendo y amenazando, uno de los guardias echó mano a la pistola. Hubo un disparo, pero fue un gesto estúpido o inútil, y el tipo se fue rápidamente desarmado.
            De pronto, un vagabundo apareció en la parte superior de las escaleras mecánicas. Tenía la pistola. Estaba borracho. Nunca había tenido una pistola. Pero le gustaba. Apuntó y apretó el gatillo. Le dio a un maniquí. La bala le atravesó el cuello. La cabeza cayó al suelo: la muerte de un esquiador de Aspen.
            La muerte de ese objeto pareció despertar a los vagabundos. Hubo una ruidosa ovación. Se esparcieron escaleras arriba y por toda la tienda. Gritaban incoherentemente. Por un momento toda la frustración y el fracaso desaparecieron. Les brillaban los ojos y sus movimientos eran rápidos y llenos de seguridad. Era una escena curiosa, rara, desagradable.
            Se movían rápidamente de un piso a otro, de una zona a otra. Tom y Max ya no dirigían, eran arrastrados con los demás. Ahora saltaban por encima de los mostradores, rompían cristales. En el mostrador de los cosméticos una jovencita rubia dio un grito a la vez que levantaba los brazos. Eso atrajo la atención fe uno de los vagabundos más jóvenes, que le levantó el vestido y gritó: <<¡HALA!>>
            Otro vagabundo se acercó y agarró a la chica. Entonces vino otro corriendo. Pronto hubo un montón alrededor de ella, arrancándole la ropa. Era muy desagradable. Sin embargo, inspiró a otros vagabundos. Empezaron a correr tras las dependientas.
            Tom buscó un mostrador que todavía estuviera entero, se subió encima y empezó a gritar.
<<¡NO! ¡ESTO NO! ¡PARAD! ¡NO ERA ESTO A LO QUE ME REFERÍA!>>
Max estaba de pie junto a Tom.
-Ah, mierda- dijo en voz baja.
            Los vagabundos no se calmaban. Arrancaban cortinas, volcaban las mesas. Continuaban destrozando los mostradores de cristal. También había un gran griterío.
            Algo se rompió con enorme estruendo.
            Después se inició un fuego, pero aquellos hombres seguían con el saqueo.
            Tom se bajó del mostrador. Todo aquel episodio no había durado más de cinco minutos. Miró a Max.
-¡Vámonos cagando leches!
            Otro sueño que se había ido a la mierda, otro perro muerto en la carretera, más pesadillas de miseria.
            Tom empezó a correr y Max le siguió. Bajaron por las escaleras mecánicas. Mientras bajaban, la policía subía corriendo por la escalera contigua. Tom y Max seguían llevando sus abrigos nuevos. Si no hubiese sido por sus rostros colorados y sin afeitar, su aspecto habría sido casi respetable. En la primera planta se mezclaron con el gentío. Había policías en las puertas. Dejaban salir a la gente, pero no dejaban entrar a nadie.
            Tom había robado un puñado de puros. Le dio uno a Max.
-Toma, enciéndelo. Trata de parecer respetable.
Tom encendió uno para él.
-Ahora vamos a ver si logramos salir de aquí.
-¿Crees que podremos engañarles, Tom?
-No sé. Intenta parecer un corredor de bolsa o un médico…
-¿Qué aspecto tienen?
-Satisfecho y estúpido.
            Fueron hacia la salida. No hubo problemas. Fueron conducidos hacia el exterior con otros. Oyeron disparos dentro del edificio. Miraron hacia arriba. Se veían llamas en una de las ventanas superiores. En seguida oyeron acercarse las sirenas de los bomberos.
            Giraron hacia el sur y regresaron a los barrios bajos.


            Esa noche eran dos vagabundos mejor vestidos de aquella pensión de mala muerte. Max había robado incluso un reloj. Sus manecillas brillaban en la oscuridad. La noche acababa de empezar. Se tumbaron en sus catres mientras comenzaban los ronquidos.
            La pensión estaba de nuevo repleta, a pesar de los arrestos en masa de aquella tarde. Siempre había suficientes vagabundos para llenar cualquier vacante.
            Tom sacó dos puros, le pasó uno a Max. Los encendieron y fumaron en silencio durante un rato. Pasaron unos minutos, habló Tom.
-Eh, Max…
-¿Si?
-Yo no quería que fuese de esa forma.
-Ya lo sé. No te preocupes.
            Los ronquidos iban subiendo gradualmente de volumen. Tom sacó una botella de vino sin abrir de debajo de su almohada. La destapó, echó un trago.
-¿Max?
-¿Si?
-¿Un trago?
-Claro.
Tom pasó la botella. Max echó un trago y se la devolvió.
-Gracias.
Tom deslizó la botella debajo de su almohada.
Era moscatel.

jueves, 9 de septiembre de 2010

Casa tomada - Julio Cortázar

Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las ultimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.
Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.
Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor para preguntarle a Irene que pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.
Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y mas allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.
Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.
Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:
-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.
Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.
-¿Estás seguro?
Asentí.
-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.
Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que me tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.
Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.
-No está aquí.
Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.
Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.
Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:
-Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?
Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.
(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.
Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en vos más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)
Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.
No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.
-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.
-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente.
-No, nada.
Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.
Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.

jueves, 2 de septiembre de 2010

El árbol - María Luisa Bombal.


El árbol*

María Luisa Bombal


A Nina Anguita, gran artista, mágica amiga que supo dar vida y
realidad a mi árbol imaginado; dedico el cuento que, sin saber,
escribí para ella mucho antes de conocerla.


El pianista se sienta, tose por prejuicio y se concentra un instante. Las luces en racimo que alumbran la sala declinan lentamente hasta detenerse en un resplandor mortecino de brasa, al tiempo que una frase musical comienza a subir en el silencio, a desenvolverse, clara, estrecha y juiciosamente caprichosa.
          "Mozart, tal vez" —piensa Brígida. Como de costumbre se ha olvidado de pedir el programa. "Mozart, tal vez, o Scarlatti..." ¡Sabía tan poca música! Y no era porque no tuviese oído ni afición. De niña fue ella quien reclamó lecciones de piano; nadie necesitó imponérselas, como a sus hermanas. Sus hermanas, sin embargo, tocaban ahora correctamente y descifraban a primera vista, en tanto que ella... Ella había abandonado los estudios al año de iniciarlos. La razón de su inconsecuencia era tan sencilla como vergonzosa: jamás había conseguido aprender la llave de Fa, jamás. "No comprendo, no me alcanza la memoria más que para la llave de Sol". ¡La indignación de su padre! "¡A cualquiera le doy esta carga de un infeliz viudo con varias hijas que educar! ¡Pobre Carmen! Seguramente habría sufrido por Brígida. Es retardada esta criatura".
          Brígida era la menor de seis niñas, todas diferentes de carácter. Cuando el padre llegaba por fin a su sexta hija, lo hacía tan perplejo y agotado por las cinco primeras que prefería simplificarse el día declarándola retardada. "No voy a luchar más, es inútil. Déjenla. Si no quiere estudiar, que no estudie. Si le gusta pasarse en la cocina, oyendo cuentos de ánimas, allá ella. Si le gustan las muñecas a los dieciséis años, que juegue". Y Brígida había conservado sus muñecas y permanecido totalmente ignorante.
          ¡Qué agradable es ser ignorante! ¡No saber exactamente quién fue Mozart; desconocer sus orígenes, sus influencias, las particularidades de su técnica! Dejarse solamente llevar por él de la mano, como ahora.
          Y Mozart la lleva, en efecto. La lleva por un puente suspendido sobre un agua cristalina que corre en un lecho de arena rosada. Ella está vestida de blanco, con un quitasol de encaje, complicado y fino como una telaraña, abierto sobre el hombro.

—Estás cada día más joven, Brígida. Ayer encontré a tu marido, a tu ex marido, quiero decir. Tiene todo el pelo blanco.

Pero ella no contesta, no se detiene, sigue cruzando el puente que Mozart le ha tendido hacia el jardín de sus años juveniles.
          Altos surtidores en los que el agua canta. Sus dieciocho años, sus trenzas castañas que desatadas le llegaban hasta los tobillos, su tez dorada, sus ojos oscuros tan abiertos y como interrogantes. Una pequeña boca de labios carnosos, una sonrisa dulce y el cuerpo más liviano y gracioso del mundo. ¿En qué pensaba, sentada al borde de la fuente? En nada. "Es tan tonta como linda" decían. Pero a ella nunca le importó ser tonta ni "planchar"1 en los bailes. Una a una iban pidiendo en matrimonio a sus hermanas. A ella no la pedía nadie.
          ¡Mozart! Ahora le brinda una escalera de mármol azul por donde ella baja entre una doble fila de lirios de hielo. Y ahora le abre una verja de barrotes con puntas doradas para que ella pueda echarse al cuello de Luis, el amigo íntimo de su padre. Desde muy niña, cuando todos la abandonaban, corría hacia Luis. Él la alzaba y ella le rodeaba el cuello con los brazos, entre risas que eran como pequeños gorjeos y besos que le disparaba aturdidamente sobre los ojos, la frente y el pelo ya entonces canoso (¿es que nunca había sido joven?) como una lluvia desordenada. "Eres un collar —le decía Luis—. Eres como un collar de pájaros".
          Por eso se había casado con él. Porque al lado de aquel hombre solemne y taciturno no se sentía culpable de ser tal cual era: tonta, juguetona y perezosa. Sí, ahora que han pasado tantos años comprende que no se había casado con Luis por amor; sin embargo, no atina a comprender por qué, por qué se marchó ella un día, de pronto...
          Pero he aquí que Mozart la toma nerviosamente de la mano y, arrastrándola en un ritmo segundo a segundo más apremiante, la obliga a cruzar el jardín en sentido inverso, a retomar el puente en una carrera que es casi una huida. Y luego de haberla despojado del quitasol y de la falda transparente, le cierra la puerta de su pasado con un acorde dulce y firme a la vez, y la deja en una sala de conciertos, vestida de negro, aplaudiendo maquinalmente en tanto crece la llama de las luces artificiales.
          De nuevo la penumbra y de nuevo el silencio precursor.
          Y ahora Beethoven empieza a remover el oleaje tibio de sus notas bajo una luna de primavera. ¡Qué lejos se ha retirado el mar! Brígida se interna playa adentro hacia el mar contraído allá lejos, refulgente y manso, pero entonces el mar se levanta, crece tranquilo, viene a su encuentro, la envuelve, y con suaves olas la va empujando, empujando por la espalda hasta hacerle recostar la mejilla sobre el cuerpo de un hombre. Y se aleja, dejándola olvidada sobre el pecho de Luis.

          —No tienes corazón, no tienes corazón —solía decirle a Luis. Latía tan adentro el corazón de su marido que no pudo oírlo sino rara vez y de modo inesperado—. Nunca estás conmigo cuando estás a mi lado —protestaba en la alcoba, cuando antes de dormirse él abría ritualmente los periódicos de la tarde—. ¿Por qué te has casado conmigo?
          —Porque tienes ojos de venadito asustado —contestaba él y la besaba. Y ella, súbitamente alegre, recibía orgullosa sobre su hombro el peso de su cabeza cana. ¡Oh, ese pelo plateado y brillante de Luis!
          —Luis, nunca me has contado de qué color era exactamente tu pelo cuando eras chico, y nunca me has contado tampoco lo que dijo tu madre cuando te empezaron a salir canas a los quince años. ¿Qué dijo? ¿Se rió? ¿Lloró? ¿Y tú estabas orgulloso o tenías vergüenza? Y en el colegio, tus compañeros, ¿qué decían? Cuéntame, Luis, cuéntame. . .
          —Mañana te contaré. Tengo sueño, Brígida, estoy muy cansado. Apaga la luz.

Inconscientemente él se apartaba de ella para dormir, y ella inconscientemente, durante la noche entera, perseguía el hombro de su marido, buscaba su aliento, trataba de vivir bajo su aliento, como una planta encerrada y sedienta que alarga sus ramas en busca de un clima propicio.
          Por las mañanas, cuando la mucama abría las persianas, Luis ya no estaba a su lado. Se había levantado sigiloso y sin darle los buenos días, por temor al collar de pájaros que se obstinaba en retenerlo fuertemente por los hombros. "Cinco minutos, cinco minutos nada más. Tu estudio no va a desaparecer porque te quedes cinco minutos más conmigo, Luis".
          Sus despertares. ¡Ah, qué tristes sus despertares! Pero —era curioso— apenas pasaba a su cuarto de vestir, su tristeza se disipaba como por encanto.
          Un oleaje bulle, bulle muy lejano, murmura como un mar de hojas. ¿Es Beethoven? No.
          Es el árbol pegado a la ventana del cuarto de vestir. Le bastaba entrar para que sintiese circular en ella una gran sensación bienhechora. ¡Qué calor hacía siempre en el dormitorio por las mañanas! ¡Y qué luz cruda! Aquí, en cambio, en el cuarto de vestir, hasta la vista descansaba, se refrescaba. Las cretonas desvaídas, el árbol que desenvolvía sombras como de agua agitada y fría por las paredes, los espejos que doblaban el follaje y se ahuecaban en un bosque infinito y verde. ¡Qué agradable era ese cuarto! Parecía un mundo sumido en un acuario. ¡Cómo parloteaba ese inmenso gomero!2 Todos los pájaros del barrio venían a refugiarse en él. Era el único árbol de aquella estrecha calle en pendiente que, desde un costado de la ciudad, se despeñaba directamente al río.

          —Estoy ocupado. No puedo acompañarte... Tengo mucho que hacer, no alcanzo a llegar para el almuerzo... Hola, sí estoy en el club. Un compromiso. Come y acuéstate... No. No sé. Más vale que no me esperes, Brígida.
          —¡Si tuviera amigas! —suspiraba ella. Pero todo el mundo se aburría con ella. ¡Si tratara de ser un poco menos tonta! ¿Pero cómo ganar de un tirón tanto terreno perdido? Para ser inteligente hay que empezar desde chica, ¿no es verdad?

A sus hermanas, sin embargo, los maridos las llevaban a todas partes, pero Luis —¿por qué no había de confesárselo a sí misma?— se avergonzaba de ella, de su ignorancia, de su timidez y hasta de sus dieciocho años. ¿No le había pedido acaso que dijera que tenía por lo menos veintiuno, como si su extrema juventud fuera en ellos una tara secreta?
          Y de noche ¡qué cansado se acostaba siempre! Nunca la escuchaba del todo. Le sonreía, eso sí, le sonreía con una sonrisa que ella sabía maquinal. La colmaba de caricias de las que él estaba ausente. ¿Por qué se había casado con ella? Para continuar una costumbre, tal vez para estrechar la vieja relación de amistad con su padre.
          Tal vez la vida consistía para los hombres en una serie de costumbres consentidas y continuas. Si alguna llegaba a quebrarse, probablemente se producía el desbarajuste, el fracaso. Y los hombres empezaban entonces a errar por las calles de la ciudad, a sentarse en los bancos de las plazas, cada día peor vestidos y con la barba más crecida. La vida de Luis, por lo tanto, consistía en llenar con una ocupación cada minuto del día. ¡Cómo no haberlo comprendido antes! Su padre tenía razón al declararla retardada.

          —Me gustaría ver nevar alguna vez, Luis.
          —Este verano te llevaré a Europa y como allá es invierno podrás ver nevar.
          —Ya sé que es invierno en Europa cuando aquí es verano. ¡Tan ignorante no soy!

A veces, como para despertarlo al arrebato del verdadero amor, ella se echaba sobre su marido y lo cubría de besos, llorando, llamándolo: Luis, Luis, Luis...

          —¿Qué? ¿Qué te pasa? ¿Qué quieres?
          —Nada.
          —¿Por qué me llamas de ese modo, entonces?
          —Por nada, por llamarte. Me gusta llamarte.

Y él sonreía, acogiendo con benevolencia aquel nuevo juego.
          Llegó el verano, su primer verano de casada. Nuevas ocupaciones impidieron a Luis ofrecerle el viaje prometido.

          —Brígida, el calor va a ser tremendo este verano en Buenos Aires. ¿Por qué no te vas a la estancia con tu padre?
          —¿Sola?
          —Yo iría a verte todas las semanas, de sábado a lunes.

Ella se había sentado en la cama, dispuesta a insultar. Pero en vano buscó palabras hirientes que gritarle. No sabía nada, nada. Ni siquiera insultar.

          —¿Qué te pasa? ¿En qué piensas, Brígida?

Por primera vez Luis había vuelto sobre sus pasos y se inclinaba sobre ella, inquieto, dejando pasar la hora de llegada a su despacho.

          —Tengo sueño... —había replicado Brígida puerilmente, mientras escondía la cara en las almohadas.

Por primera vez él la había llamado desde el club a la hora del almuerzo. Pero ella había rehusado salir al teléfono, esgrimiendo rabiosamente el arma aquella que había encontrado sin pensarlo: el silencio.
          Esa misma noche comía frente a su marido sin levantar la vista, contraídos todos sus nervios.

          —¿Todavía está enojada, Brígida?

Pero ella no quebró el silencio.

          —Bien sabes que te quiero, collar de pájaros. Pero no puedo estar contigo a toda hora. Soy un hombre muy ocupado. Se llega a mi edad hecho un esclavo de mil compromisos.
          . . .
          —¿Quieres que salgamos esta noche?...
          . . .
          —¿No quieres? Paciencia. Dime, ¿llamó Roberto desde Montevideo?
          . . .
          —¡Qué lindo traje! ¿Es nuevo?
          . . .
          —¿Es nuevo, Brígida? Contesta, contéstame...

Pero ella tampoco esta vez quebró el silencio.
          Y en seguida lo inesperado, lo asombroso, lo absurdo. Luis que se levanta de su asiento, tira violentamente la servilleta sobre la mesa y se va de la casa dando portazos.
          Ella se había levantado a su vez, atónita, temblando de indignación por tanta injusticia. "Y yo, y yo —murmuraba desorientada—, yo que durante casi un año... cuando por primera vez me permito un reproche... ¡Ah, me voy, me voy esta misma noche! No volveré a pisar nunca más esta casa..." Y abría con furia los armarios de su cuarto de vestir, tiraba desatinadamente la ropa al suelo.
          Fue entonces cuando alguien o algo golpeó en los cristales de la ventana.
          Había corrido, no supo cómo ni con qué insólita valentía, hacia la ventana. La había abierto. Era el árbol, el gomero que un gran soplo de viento agitaba, el que golpeaba con sus ramas los vidrios, el que la requería desde afuera como para que lo viera retorcerse hecho una impetuosa llamarada negra bajo el cielo encendido de aquella noche de verano.
          Un pesado aguacero no tardaría en rebotar contra sus frías hojas. ¡Qué delicia! Durante toda la noche, ella podría oír la lluvia azotar, escurrirse por las hojas del gomero como por los canales de mil goteras fantasiosas. Durante toda la noche oiría crujir y gemir el viejo tronco del gomero contándole de la intemperie, mientras ella se acurrucaría, voluntariamente friolenta, entre las sábanas del amplio lecho, muy cerca de Luis.
          Puñados de perlas que llueven a chorros sobre un techo de plata. Chopin. Estudios de Federico Chopin.
          ¿Durante cuántas semanas se despertó de pronto, muy temprano, apenas sentía que su marido, ahora también él obstinadamente callado, se había escurrido del lecho?
          El cuarto de vestir: la ventana abierta de par en par, un olor a río y a pasto flotando en aquel cuarto bienhechor, y los espejos velados por un halo de neblina.
          Chopin y la lluvia que resbala por las hojas del gomero con ruido de cascada secreta, y parece empapar hasta las rosas de las cretonas, se entremezclan en su agitada nostalgia.
          ¿Qué hacer en verano cuando llueve tanto? ¿Quedarse el día entero en el cuarto fingiendo una convalecencia o una tristeza? Luis había entrado tímidamente una tarde. Se había sentado muy tieso. Hubo un silencio.

          —Brígida, ¿entonces es cierto? ¿Ya no me quieres?

Ella se había alegrado de golpe, estúpidamente. Puede que hubiera gritado: "No, no; te quiero, Luis, te quiero", si él le hubiera dado tiempo, si no hubiese agregado, casi de inmediato, con su calma habitual:

          —En todo caso, no creo que nos convenga separarnos, Brígida. Hay que pensarlo mucho.

En ella los impulsos se abatieron tan bruscamente como se habían precipitado. ¡A qué exaltarse inútilmente! Luis la quería con ternura y medida; si alguna vez llegara a odiarla, la odiaría con justicia y prudencia. Y eso era la vida. Se acercó a la ventana, apoyó la frente contra el vidrio glacial, Allí estaba el gomero recibiendo serenamente la lluvia que lo golpeaba, tranquilo y regular. El cuarto se inmovilizaba en la penumbra, ordenado y silencioso. Todo parecía detenerse, eterno y muy noble. Eso era la vida. Y había cierta grandeza en aceptarla así, mediocre, como algo definitivo, irremediable. Mientras del fondo de las cosas parecía brotar y subir una melodía de palabras graves y lentas que ella se quedó escuchando: "Siempre". "Nunca"...
          Y así pasan las horas, los días y los años. ¡Siempre! ¡Nunca! ¡La vida, la vida!
          Al recobrarse cayó en cuenta que su marido se había escurrido del cuarto.
          ¡Siempre! ¡Nunca!... Y la lluvia, secreta e igual, aún continuaba susurrando en Chopin.
          El verano deshojaba su ardiente calendario. Caían páginas luminosas y enceguecedoras como espadas de oro, y páginas de una humedad malsana como el aliento de los pantanos; caían páginas de furiosa y breve tormenta, y páginas de viento caluroso, del viento que trae el "clavel del aire" y lo cuelga del inmenso gomero.
          Algunos niños solían jugar al escondite entre las enormes raíces convulsas que levantaban las baldosas de la acera, y el árbol se llenaba de risas y de cuchicheos. Entonces ella se asomaba a la ventana y golpeaba las manos; los niños se dispersaban asustados, sin reparar en su sonrisa de niña que a su vez desea participar en el juego.
          Solitaria, permanecía largo rato acodada en la ventana mirando el oscilar del follaje —siempre corría alguna brisa en aquella calle que se despeñaba directamente hasta el río— y era como hundir la mirada en un agua movediza o en el fuego inquieto de una chimenea. Una podía pasarse así las horas muertas, vacía de todo pensamiento, atontada de bienestar.
          Apenas el cuarto empezaba a llenarse del humo del crepúsculo ella encendía la primera lámpara, y la primera lámpara resplandecía en los espejos, se multiplicaba como una luciérnaga deseosa de precipitar la noche.
          Y noche a noche dormitaba junto a su marido, sufriendo por rachas. Pero cuando su dolor se condensaba hasta herirla como un puntazo, cuando la asediaba un deseo demasiado imperioso de despertar a Luis para pegarle o acariciarlo, se escurría de puntillas hacia el cuarto de vestir y abría la ventana. El cuarto se llenaba instantáneamente de discretos ruidos y discretas presencias, de pisadas misteriosas, de aleteos, de sutiles chasquidos vegetales, del dulce gemido de un grillo escondido bajo la corteza del gomero sumido en las estrellas de una calurosa noche estival.
          Su fiebre decaía a medida que sus pies desnudos se iban helando poco a poco sobre la estera. No sabía por qué le era tan fácil sufrir en aquel cuarto.
          Melancolía de Chopin engranando un estudio tras otro, engranando una melancolía tras otra, imperturbable.
          Y vino el otoño. Las hojas secas revoloteaban un instante antes de rodar sobre el césped del estrecho jardín, sobre la acera de la calle en pendiente. Las hojas se desprendían y caían... La cima del gomero permanecía verde, pero por debajo el árbol enrojecía, se ensombrecía como el forro gastado de una suntuosa capa de baile. Y el cuarto parecía ahora sumido en una copa de oro triste.
          Echada sobre el diván, ella esperaba pacientemente la hora de la cena, la llegada improbable de Luis. Había vuelto a hablarle, había vuelto a ser su mujer, sin entusiasmo y sin ira. Ya no lo quería. Pero ya no sufría. Por el contrario, se había apoderado de ella una inesperada sensación de plenitud, de placidez. Ya nadie ni nada podría herirla. Puede que la verdadera felicidad esté en la convicción de que se ha perdido irremediablemente la felicidad. Entonces empezamos a movernos por la vida sin esperanzas ni miedos, capaces de gozar por fin todos los pequeños goces, que son los más perdurables.
          Un estruendo feroz, luego una llamarada blanca que la echa hacia atrás toda temblorosa.
          ¿Es el entreacto? No. Es el gomero, ella lo sabe.
          Lo habían abatido de un solo hachazo. Ella no pudo oír los trabajos que empezaron muy de mañana.
          "Las raíces levantaban las baldosas de la acera y entonces, naturalmente, la comisión de vecinos..."
          Encandilada se ha llevado las manos a los ojos. Cuando recobra la vista se incorpora y mira a su alrededor. ¿Qué mira?
          ¿La sala de concierto bruscamente iluminada, la gente que se dispersa?
          No. Ha quedado aprisionada en las redes de su pasado, no puede salir del cuarto de vestir. De su cuarto de vestir invadido por una luz blanca aterradora. Era como si hubieran arrancado el techo de cuajo; una luz cruda entraba por todos lados, se le metía por los poros, la quemaba de frío. Y todo lo veía a la luz de esa fría luz: Luis, su cara arrugada, sus manos que surcan gruesas venas desteñidas, y las cretonas de colores chillones.
          Despavorida ha corrido hacia la ventana. La ventana abre ahora directamente sobre una calle estrecha, tan estrecha que su cuarto se estrella, casi contra la fachada de un rascacielos deslumbrante. En la planta baja, vidrieras y más vidrieras llenas de frascos. En la esquina de la calle, una hilera de automóviles alineados frente a una estación de servicio pintada de rojo. Algunos muchachos, en mangas de camisa, patean una pelota en medio de la calzada.
          Y toda aquella fealdad había entrado en sus espejos. Dentro de sus espejos había ahora balcones de níquel y trapos colgados y jaulas con canarios.
          Le habían quitado su intimidad, su secreto; se encontraba desnuda en medio de la calle, desnuda junto a un marido viejo que le volvía la espalda para dormir, que no le había dado hijos. No comprende cómo hasta entonces no había deseado tener hijos, cómo había llegado a conformarse a la idea de que iba a vivir sin hijos toda su vida. No comprende cómo pudo soportar durante un año esa risa de Luis, esa risa demasiado jovial, esa risa postiza de hombre que se ha adiestrado en la risa porque es necesario reír en determinadas ocasiones.
          ¡Mentira! Eran mentiras su resignación y su serenidad; quería amor, sí, amor, y viajes y locuras, y amor, amor. . .

          —Pero, Brígida, ¿por qué te vas?, ¿por qué te quedabas? —había preguntado Luis.

Ahora habría sabido contestarle:

          —¡El árbol, Luis, el árbol! Han derribado el gomero.


* El árbol, 1939

1 Hacer el ridículo.
2 Árbol productor de goma.